lunes, 3 de agosto de 2009



Ahora te estoy mirando. Ahora te estoy mirando, y probablemente tú ya te hayas dado cuenta. Me cuesta tanto mirarte de nuevo... Me ha costado tanto poder volver a mirarte... No te lo puedes ni imaginar. Bueno, sí, quizás puedas. Me sorprenden todas las cosas que ahora puedes, tú solo, tú porque quieres. Ahora, puedes conmigo, antes ni siquiera lo intentabas. ¿Qué es esto, amor?

Cierras los ojos con más fuerza, como escondiéndote de mi mirada, que te perfora, perturba, embriaga quizás... Pero no, me ha costado tanto poder volver a verte... No cierres los ojos otra vez, o fingiré que esta vez no es un “perderte” para siempre. ¿Por qué te fuiste? Más allá del “era necesario”, “por ti y por mí: por todos”, “sólo lee los periódicos”, dime, ¿por qué?

Pasé tantas noches en vela, tantas noches soñándote, deseándote, buscándote entre sueños y recuerdos... Pero no. No estabas aquí. Y yo pensé que no ibas a volver. Y en el fondo, me hice a la idea. ¿Cuánto llevaría el luto, seis meses? Sabes que yo soy fuerte, que lo habría superado. O que, al menos, lo aparentaría.

Rompiste mis esquemas llegando a este pueblo aburrido, revolucionando las calles con tu coche, último modelo de 1912, Ford. Y me hacías sentir tan extrañamente bien, llevándome hasta cualquier lugar a más de 80 kilómetros sólo para tumbarnos sobre el capó y ver las estrellas... Me prometías sacarme de este horrible pueblo, llevarme a una ciudad donde hubiese tantas luces que se confundiesen con las estrellas. Me prometiste un anillo de diamantes, y ropa de alcoba que me hacía sonrojar. Me lo prometiste todo, tumbados sobre tu coche en un remoto lugar a 10 minutos de Cardiff. Y yo te creí.

No, no eres de esos que prometen para no dar nada. Las circunstancias te obligaron a ello. La guerra, claro, como tantas otras historias de amor. Tres años sin verte, sentí que me moría. Nuestro amor carteado dejaba mucho que desear. Aunque tú siempre lo decías, nos alejaba más de lo terrenal y carnal. Pero a mí nunca se me dieron bien los juegos novelescos.

Te conté carta a carta cómo dejé esto para trasladarme a Londres. Tú decías que sería maravilloso almorzar juntos, sobre la hierba, en Hyde Park. Yo pensaba que nunca ibas a volver, que alguna granada te volaría la cabeza. Pero, pese a mis negros y nefastos pensamientos, sonreía cada vez que había carta tuya. Aunque tu caligrafía no dejase de empeorar.

Y volviste. Y parecías más mayor, más serio, más maduro. Pero eras tú. Seguían ahí los hoyuelos de tus mejillas, aunque éstas estaban hundidas. Y estaban ahí tus ojos grises, aunque enmarcados por unas ojeras que no se curaban ni con cien noches de placentero sueño. Tus manos, con tus largos dedos de pianista, llenas de heridas. Y tu corazón, candente y frío a la vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario